Repensar la Universidad más allá de las competencias
César Ricardo Luque Santana
Opinar desde afuera sobre la
Universidad Autónoma de Nayarit resulta difícil y aventurado cuando uno no está
inmerso en su vida cotidiana, aunque ello no impide tener un conocimiento
relativamente aceptable de la misma, pues
indirectamente se mantienen lazos que proporcionan información valiosa
de ella: a través de los hijos que
estudian alguna carrera universitaria u otros familiares o conocidos que laboran
en esta noble institución, de las pláticas de sobremesa entre amigos, y
ocasionalmente, de los comentarios que se leen o escuchan en distintos medios, todo
lo cual permite hacerse una idea general. Empero, quienes tenemos el privilegio
de ser docentes universitarios, podemos tener un conocimiento más estrecho,
vivencial, disponiendo de una diversidad de fuentes más especializadas y de una
mejor interlocución, lo que nos permite en teoría tener una visión más
sistemática y reflexiva del “modelo” universitario que se está implementando
desde que comenzó la llamada Reforma Universitaria
a inicios de la década pasada, siempre y cuando seamos lo suficientemente
maduros y abiertos para juzgar integral e imparcialmente.
En ambos casos es aconsejable
procurarse mayores elementos de juicio para arribar a una valoración más justa,
tratando de ver el fondo del asunto sin dejarse impresionar por los cambios que
se observan a simple vista en la superficie. Esto significa que una vez que se
conocen aspectos más concretos del proyecto y funcionamiento de la Universidad,
se tiene una mejor idea de sus logros y de lo que se pretende construir. Sin
embargo, es necesario ir más allá de la versión oficial contrastando sus
posturas y justificaciones con otras experiencias y perspectivas de signo
contrario, pues de esa manera se estará en mejores condiciones para hacer un
análisis más reposado pasando por un tamiz crítico las diferentes tesis y
antítesis para arribar a una síntesis o verdad.
Lo primero que habría que decir es una obviedad: no podría
verse la educación sin tomar en cuenta el contexto de globalización neoliberal
que ha permeado todos los aspectos de la vida social y política bajo el dominio
del factor económico, dominio avasallador que se resume en la frase “es la
economía estúpido”, empleada por los políticos estadounidenses en la era de
Clinton. Con este eslogan pretendían subrayar que para ellos todo se reduce al
factor económico, al punto de que “todo lo sólido se desvanece en el aire” como
dijera Marshall Berman siguiendo a Marx, a quien paradójicamente los
neoliberales le dan la razón de la centralidad de la economía, cuando otros lo
descalificaban por “economicista”, esto es, supuestamente por exagerar el papel
de la economía en la configuración de la sociedad capitalista. En contrapartida
a esta “exigencia” mercantilista de ceñirse a las necesidades económicas, la
Universidad debería decir que su obligación primaria y fundamental es con la
verdad y la razón.
Así entonces, el interés estratégico que normalmente tiene
el Estado en la educación no es la excepción ahora y menos cuando éste se
encuentra secuestrado por los intereses del gran capital, el cual ha venido ha
socavar y pervertir su función original de salvaguardar la viabilidad de la comunidad
impidiendo mediante el derecho que los intereses de unos cuantos atenten contra
ella. La “mano invisible” de Adam Smith no suponía dejar la sociedad al garete de
los vaivenes del mercado en su faceta de capitalismo salvaje, pues él pensaba, al
igual que otros liberales ilustrados de la modernidad, que la fórmula “menos
Estado más Sociedad” consistía en que éste no ahogara los impulsos creativos de
los individuos que permitían generar progreso, pero en modo alguno significaba
permitir manga ancha para que la codicia de unos pocos deteriorara severamente
el tejido social sustituyendo la tiranía del Estado por la tiranía del mercado.
La educación ha corrido una suerte paralela al Estado
cayendo víctima de los mismos chantajes, lo cual se muestra claramente al transformarla
sin rubor de un derecho humano en una mercancía. Estos son los aspectos que
habría que tomar en cuenta al pensar la Universidad y no abstractamente los
indicadores que se usan para condicionar los apoyos públicos a los institutos
de educación superior que deberían de gozar de la más amplia libertad sin
mayores sujeciones que a sus propios parámetros académicos, pues esta obsesión
fetichista por los indicadores está llevando a prácticas antiacadémicas deleznables
de simulación de algunas instituciones que “preparan” o “entrenan” a sus
estudiantes para pasar exámenes de las evaluaciones oficiales (como sucede
abiertamente en escuelas de educación básica) y, satisfacer así dichos
indicadores, en vez de proporcionarles aprendizajes significativos y duraderos.
Asimismo, existen académicos que se limitan a hacer las actividades que les
permiten acceder a los estímulos económicos incurriendo en conductas deshonestas
o simuladoras actuando como mercenarios,
sin que sus logros personales se reflejen necesariamente en un mejor
aprovechamiento de sus estudiantes o en beneficios significativos para la
sociedad.
Por eso creo que no hay que fiarse de las apariencias, pues
si bien desde hace mucho tiempo nuestra Universidad goza de estabilidad
política, donde los conflictos no alteran las actividades académicas, con docentes
con mejores perfiles en términos de tener niveles de posgrado, más publicaciones,
una vida académica más intensa y más dinámica, etc.; es necesario no dejarse
llevar por las supuestas bondades que el nuevo “paradigma” de las competencias
educativas ha traído, sino examinar detenidamente sus ventajas y desventajas,
pues es sabido que este nuevo diseño no lo hicieron expertos educativos, ni los
propios educadores, sino los oligopolios financieros. En este sentido, he
visto algunos profesores entusiasmados
con este “modelo” sin preguntarse su origen y su finalidad, denostando
acríticamente la llamada educación “tradicional” sin reparar en sus fortalezas,
despachándola sin más como mera obsolescencia.
Hoy por ejemplo, los mismos impulsores del “modelo por
competencias”, o como le quieran llamar, reconocen que antes un egresado universitario tenía buenas expectativas de
empleo, pero que hoy lo que priva es
la incertidumbre; y sucede que se dice que “antes” no se vinculaba la educación
a las “necesidades” sociales (o sea, del mercado), mientras que hoy que se
forma o adiestra a los chicos para el mercado laboral, éste es incapaz de
absorberlos; lo cual hace pensar que no era en sí el modelo educativo el que
fallaba, sino que la sociedad actual, bajo la égida neoliberal, se ha vuelto
socialmente más excluyente, con todo los males que ello representa. Lo peor es
que se hace tanto énfasis en el aspecto técnico o instrumental de la formación
profesional relegando o suprimiendo la formación humanística y ciudadana, que este joven desempleado (que tal vez nunca
tenga un trabajo remunerado estable que le dé certidumbre para realizar sus
proyectos personales como tener una familia) está desarmado para ser un
ciudadano crítico y participativo en su comunidad, a la vez que agraviado y
resentido, lesionándose con ello la reserva moral que anida en la sociedad ante
un mundo que se vuelve cada vez más egoísta y despiadado.
De este modo, se exime a este sistema social propiciador de
asimetrías e injusticias de su responsabilidad, trasladando ésta a las personas
en cuanto individuos. Con ello le dicen a la gente que no es culpa del sistema el
fracaso personal porque el éxito es responsabilidad de cada quien, cuando éste
por definición está reservado a unos pocos y casi siempre se obtiene por medios
no éticos. Los promotores a ultranza de este modelo que sirve deliberadamente y
casi exclusivamente al mercado, esto es, a los intereses mezquinos de una
minoría opulenta, hacen una lectura naturalista de la sociedad, como si la
inequidad, el abuso, el autoritarismo apenas disimulado, las injusticias, la pobreza
galopante, etc., fueran algo dado, eterno,
natural, mas no algo devenido
históricamente como realmente ocurre, pretendiendo cancelar con esta visión
(falsa y parcial), la posibilidad de un mundo alternativo deseable y posible.
Hay que revisar críticamente cuánto hay de engaño e
iniquidad en muchas de las supuestas “bondades” de este “modelo” que no sólo se
limita a proporcionar mano de obra barata al mercado, sino que genera una
ilusión de libertad y progreso casi inexistente para la mayoría de las personas
facilitando su dominio mediante la enajenación. No es casual que ante tanta
miseria e ignorancia, haya tanta avidez por la charlatanería de la literatura light de “superación personal”,
conferencias motivacionales, cursos de “desarrollo humano” o “programación
neurolingüística”, y desde luego, una emergencia preocupante de sectas
irracionales de toda laya.
Sé que mis comentarios e inquietudes pueden incomodar a
algunos porque suenan como políticamente incorrectas, pero prefiero dar esa
impresión que actuar hipócritamente dejándome llevar por la inercia o el
oportunismo de abrazar modas académicas sin cuestionar su origen y sentido. Tal
vez me digan que debo conocer más a fondo
la propuesta del nuevo paradigma educativo, pero yo digo que también hay
que escuchar con la misma atención a las voces que lo critican.
En lo personal, me parece que instituciones como la Universidad
no deben estar condicionada por intereses extracadémicos, sino que debe gozar
de la más amplia libertad de pensamiento de manera que sus beneficios se darían
por añadidura, además de que se corre el riesgo de terminar uniformando a todas
las carreras profesionales sin considerar sus diferencias sustantivas que las
enriquecen, aplicando indiscriminadamente criterios que bien pueden tener
sentido en unas ciencias pero no otras. Por ejemplo, hablan del cambio del
paradigma de la enseñanza al aprendizaje convirtiendo al profesor en
“facilitador”, cuando lo correcto es ver a ambos polos dialécticamente. En este
tenor, subrayan la forma, los procedimientos, minimizando los contenidos, sin
reparar que no todas las ciencias sufren cambios tan vertiginosos por igual.
Decir que hay que “des-aprender” constantemente para volver “aprender”, tiene
sentido en aquellas profesiones cuyos usos de las tecnologías son muy fuertes y
sus contenidos efímeros, como en informática y otras disciplinas que dependen
en buena medida de dichas tecnologías, pero no en las ciencias sociales y
humanas cuyos conocimientos son más estables, profundos y duraderos, lo cual no las hace mejor ni peor que otras
ciencias, sino diferentes en virtud de su objeto. Entonces, ¿por qué pretender medir
a todas las carreras con el mismo rasero?, ¿por qué condicionar las
investigaciones con criterios de “rentabilidad” o provecho inmediatista castigando
a ciencias básicas como la física teórica o la filosofía que tanto le han dado
a la humanidad?
Hay que repensar la Universidad despojándose de prejuicios y
de actitudes cínicas como decir que “no hay de otra” porque si no se acatan las
disposiciones y reglas impuestas por los empresarios y las autoridades
educativas, no hay recursos económicos, aceptando con este tipo de “respuestas”
que no se tiene la razón, sino que se asume una actitud convenenciera y por
ende antiacadémica. Los universitarios son o deben ser la parte pensante y
crítica de la sociedad, no meros autómatas u oportunistas que se dejan
chantajear o enajenar por el canto de las sirenas. La verdadera “rendición de
cuentas” de los universitarios no es someterse a las necesidades del mercado, sino
al conocimiento en sí mismo, a la razón y la verdad, porque sólo ésta actitud es
lo que nos hace dignos y la que contribuye significativamente con la sociedad.
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