La política y el conflicto
César Ricardo Luque Santana
En mis más recientes escritos decía que la política nace y se justifica por el conflicto, de manera que si no hubiera conflicto no existiría la política, pero como toda comunidad está atravesada por el conflicto, la política es un instrumento necesario para mediarlo o administrarlo, es decir, para resolverlo. En consecuencia, el Poder político o el Estado, no sólo es un instrumento de dominación sino también de legitimación de esa dominación, y para que ello ocurra, es necesario que prevalezca el consenso sobre la fuerza. Lo paradójico de este problema, es que si la política es esencialmente un instrumento para resolver conflictos, el Estado neoliberal la ha convertido en un instrumento para generar conflictos poniendo en riesgo la cohesión social.
Así entonces, el Estado se mueve en una contradicción, entre hacer prevalecer una situación de dominación de una minoría sobre una mayoría, y la necesidad de hacer viable a la sociedad, esto es, de que la mayoría acepte esa dominación obedeciendo al Estado. Esto presupone un mínimo de bienestar social para que el consenso funcione, porque al acentuarse la pobreza de la mayoría de la población, se pierde legitimidad y entonces va siendo necesario que el Estado utilice cada vez el recurso de la fuerza para contener el descontento social y para poder mantener las relaciones de dominio. La criminalización de la disidencia y la protesta política bajo la coartada del combate a la inseguridad pública (que es insoluble en términos policíacos y jurídicos), es propiciado por el creciente abismo de la desigualdad social que genera el neoliberalismo, y es un ejemplo del ejercicio autoritario del Estado neoliberal lo cual representa asimismo un indicio de una crisis de legitimidad democrática.
La objeción que podría esgrimirse al respecto, es que un gobierno (que es la cabeza del Estado), siempre va a tomar medidas que en sí mismas ocasionen conflicto o disgusto en algún sector de la sociedad. Es decir, lo mismo sería que el gobierno fuera de izquierda o de derecha, de todos modos la implementación de sus políticas causaran invariablemente alguna inconformidad. Esto es relativamente cierto, pero no se trataría de situaciones iguales, pues no lo es mismo tomar medidas que beneficien a la mayoría de la sociedad poniéndoles límites a las elites económicas, que permitirles a éstas hacer lo que quieran en detrimento del bienestar de la mayoría de la población. Se dirá que de todos modos se demuestra que la política también es un instrumento de confrontación y no sólo de resolución. Nuevamente esto es cierto pero a medias, pues si bien la política es por definición una dialéctica de conflicto-solución, la obligación del Estado, incluso sin renunciar a hacer prevalecer un esquema de dominación, es hacerlo compatible en la medida de lo posible con la legitimación, y esto implica necesariamente defender los intereses de la mayoría, de procurar justicia social, de buscar equilibrios, contrario a la política de libre mercado de “dejar hacer-dejar pasar”, que precisamente rompe el equilibrio o la equidad, la cual debe de sustentarse en el consenso, mientras que la predominancia de la fuerza indica justamente lo contrario, esto es, el reconocimiento tácito de que la legitimidad ha mermado y que sólo con mano dura se puede sostener el régimen falsamente democrático.
La democracia en el neoliberalismo se torna una farsa porque ésta se ve secuestrada por los grupos de poder quienes necesitan conservar el Estado para continuar el saqueo, pero necesitan también aparentar un ejercicio del poder con una base de legitimidad. De este modo, la democracia queda reducida al mero acto de votar, pero realmente la ciudadanía no es tomada en cuenta. En este sentido, gobiernos como el de Lula en Brasil y algunos parecidos en otra latitudes, tienen el gobierno pero no el poder. En el mejor de los casos, este tipo de gobiernos de “izquierda”, sólo logran limar las aristas más filosas del neoliberalismo, cuando de lo que se trata es de desmontarlo. Por eso, cuando algunos “izquierdistas” se ufanan de presentarse como “socialdemócratas” (una etiqueta vacía), lo que pretenden es mandarle un mensaje a los poderosos diciendo que son “moderados” y que también pueden funcionar como sus gerentes en turno, es decir, que no van a impulsar políticas que atenten contra los intereses del capitalismo, un sistema demostradamente absurdo e inhumano.
Ahora bien, la inconformidad de las masas populares agraviadas, es atenuada y contenida mediante diversos mecanismos que van desde la manipulación de la información y el entretenimiento frívolo de los medios masivos de comunicación (la enajenación); pasando por la cooptación de partidos, organizaciones e individuos (políticos e intelectuales), presuntamente de oposición o críticos, que se vuelven mediatizadores del pueblo y legitimadores de la dominación del capitalismo salvaje; hasta el más descarado corporativismo sindical que somete a los trabajadores mediante distintas formas de represalias a las prácticas laborales más atroces los empresarios y del gobierno mismo, entre otros muchos dispositivos de control, incluido el uso de la fuerza como recurso en última instancia Mientras que cuando las elites de poder económico son afectados por un gobierno popular, sus mecanismos de defensa son más eficaces porque tienen todos los recursos económicos a su alcance, les es más fácil organizarse y unificarse porque son pocos, tienen más claro sus intereses, además de que carecen de ideales y de escrúpulos. El golpe de Estado en Honduras es el ejemplo más reciente de esto último, y eso que el presidente derrocado por los gorilas, no es ni por asomo revolucionario o de izquierda.
En conclusión, los conflictos que desata el Estado al instrumentar determinadas políticas públicas son de distinta naturaleza y afectan de diversa manera a diversos grupos sociales, pero sólo la defensa de los intereses populares hace viable a la sociedad y por tanto justifican el conflicto que ocasiona el Estado al afectar a las minorías rapaces y mafiosas.