Ser o tener
César Ricardo Luque Santana
Hacer lo correcto o preferir la verdad a pesar de las consecuencias negativas que nos puedan acarrear, es una actitud de elemental congruencia para los espíritus elevados, tal como la practicó Sócrates en su época con los resultados ya conocidos. En este sentido, cuando uno prefiere hacer lo correcto o defender la verdad o lo que uno cree es verdadero con base en los hechos, en altos valores y a favor de los intereses de la comunidad, no debe esperar el reconocimiento o aceptación de los demás, sino más bien lo contrario, la desaprobación, la estigmatización y el abuso.
Sin embargo, esta actitud no debe confundirse con el principio cristiano de poner la otra mejilla, porque no se trata de incurrir en una actitud masoquista, de servidumbre o de fanatismo religioso, sino que se trata de una relación entre medios y fines donde se partiría de que no es el fin el que justifica los medios como procedería el pragmático, el cínico o el fundamentalista, sino que son los medios los que justifican los fines, pues de nada sirve tener fines nobles utilizando medios viles, como tampoco lo es pagar un mal con otro mal. En otras palabras, cuando se tienen fines nobles los medios deben ser moralmente adecuados.
La referida actitud cristiana implica sumisión a otro cuyo poder está sustentado en la fuerza y el abuso; en la resignación ante una situación adversa que atribuye a un designio divino o natural porque no entiende que la desigualdad y la injusticia es cultural o social, es decir, construido por los hombres mismos y por lo tanto susceptible de modificación. Este despiste los lleva a concebir la felicidad como vedada en la vida terrena y por tanto reservada a una “vida” celeste o de ultratumba, de ahí que el bien mismo no está en función de su valor intrínseco sino de una supuesta recompensa en el más allá, en la creencia de una “vida eterna” del alma, lo que explica la actitud de conformismo ante la pobreza y el sufrimiento, de desprecio al cuerpo visto con mero envase del alma y cosas por el estilo. Claro, no todos los creyentes asumen esta postura.
Desde luego, estamos ante una concepción religiosa de corte místico, empero, quienes predican la vida terrenal como un “valle de lágrimas” y postulan una “vida celestial eterna”, no suelen ser congruentes con ese precepto el cual es usado como un postulado ideológico de dominio y control. Al margen de esta hipocresía, el amor cristiano en el sentido del ágape agustiniano, es de sacrificio por un ideal trascendente o sobrenatural, de amor incondicional a Dios, diferente del eros socrático-platónico. El primero es un amor subordinado, una abstracción vacía; el segundo es el que plantea Platón en boca de Sócrates en El Banquete, es un deseo de conocer permanentemente a partir de reconocer una carencia o ignorancia concomitante a la condición humana. Uno se rige por la verdad revelada y apela al dogma; el otro, aunque bajo una perspectiva metafísica, aduce un esfuerzo racional por descubrir o develar la verdad que se supone preestablecida.
Es la verdad filosófica como aletheia, que significa develar o correr los velos que ocultan la verdadera realidad de algo, la cual no está en la superficie sino en la esencia de las cosas y que por ende sólo es accesible al pensamiento. Es el logos, la razón y la palabra, es decir, la argumentación racional o fundamentada y la interlocución que somete al escrutinio público la pretensión de verdad. Por eso el filósofo a diferencia del sabio de la concepción arcaica o prefilosófica, no es el que posee un saber fijo o acabado, sino el que busca la verdad y la buena vida mediante la indagación, el diálogo y una conducta ejemplar donde la realización del hombre no tienen nada que ver con el éxito material sino con un enaltecimiento de la condición humana, en los términos que como personas somos un puente tendido entre los animales y la divinidad (un modelo de perfección). Este es el sentido real del “yo sólo sé que no sé nada” socrático: evitar el dogmatismo en la peor acepción de la palabra y asumir la responsabilidad de pensar por cuenta propia para crecer como persona con base en un modelo a seguir.
La idea del bien asociado a la felicidad también cambia entre la concepción filosófica y la teológica. Para Platón, el mal es ausencia del bien, esto es, el mal es relativo, es privación del bien, mientras que éste es absoluto. No hay una dicotomía o un maniqueísmo del bien y el mal como dos polos que se repelen pero que propician un equilibrio como sostienen algunas metafísicas filosóficas y religiosas cargadas al misticismo.
La dialéctica del bien y el mal en las filosofías socrática, platónica e incluso aristotélica -con variantes respecto a este último- plantean el bien como modelo y como actitud a seguir que conduce a la felicidad, entendida esta en términos espirituales e intelectuales como un bienestar consigo mismo en la medida en que se cultiva la inteligencia, se actúa con prudencia en la consecución de una vida moralmente elevada. No tiene nada que ver con la espiritualidad religiosa que moldea su conducta con base en una recompensa a futuro, es decir, que no hace el bien sino sólo por salvar su alma. No se mueve por generosidad sino por egoísmo, no necesita cultivar su intelecto porque ello implica dudar, cuestionar, ejercer la crítica, debatir; sino que debe creer, tener fe, actuar irracionalmente. No en vano Tertuliano, uno de los próceres del cristianismo primitivo decía: “creo porque es absurdo”. También conlleva una actitud de mansedumbre que avala las injusticias.
En conclusión, aunque las fronteras de las espiritualidad laica y religiosa son confusas porque unos y otros parecen determinados a superar las pasiones, en los filósofos griegos antiguos se describe esta espiritualidad como la superación de la hybris (pasiones, impulsos, violencia) versus la sofrosine (prudencia), lo que significa optar por una vida intelectual y desapegada de lo material sin despreciarlo, mientras que la actitud religiosa extrema opta por el repudio del cuerpo y todo lo material. El modo de vida no está mediado por el uso de la razón sino por la fe; la diferencia entre un sujeto espiritual y uno codicioso son tajantes pues el primero prefiere el ser al tener y el segundo justamente lo contrario.