Calidad o competitividad educativa
César Ricardo Luque Santana
En mi artículo anterior, decía basado en una observación del investigador educativo Orlando Pulido, que la “calidad educativa” entendida como excelencia debería de ser algo fuera de toda discusión, pues nadie se opone a que la educación sea de calidad o a que las funciones administrativas de una institución u organización se hagan con calidad, es decir, en la mejor forma posible (con eficacia y eficiencia). Pero se señalaba asimismo que la calidad o excelencia, remitía y se reducía al éxito, y que lo que es exitoso, no es necesariamente justo o verdadero, e incluso a veces ni siquiera es racional.
En cambio, la “competitividad”, si bien ligada indiscutiblemente al éxito como en la noción de “calidad”, no es necesariamente su equivalente, pues por ejemplo, muchos productos chinos que circulan en el mercado, son baratijas de mala calidad aunque muy exitosos comercialmente hablando. Ahora bien, se señalaba que la noción de “competencia” tiene al menos tres acepciones, a saber: uno, como eficacia (y eficiencia); dos, como capacidad; y tres, como lucha, siendo ésta última la predominante, donde se presupone que unos pocos ganan a expensas de otros muchos que pierden. En este sentido, si alguien quiere triunfar en los negocios o en un proyecto cualquiera, necesita no sólo una ventaja competitiva fundada en un conocimiento superior o más desarrollado, sino también requiere audacia y ausencia de escrúpulos.
El origen de la confusión entre “calidad” y “competencia” educativa, se originó cuando los grupos conservadores promotores del neoliberalismo, dentro de sus diversos alegatos y acciones que han llevado a un gradual desmantelamiento del Estado benefactor, cuestionaban la educación pública con el argumento de que su masificación era inversamente proporcional a su calidad, poniendo bajo sospecha la preparación de los profesionistas, esencialmente de las universidades públicas, sosteniendo que su formación no estaba orientada al mundo del trabajo, sino que era demasiado teórica o abstracta, y que además, enseñaban algunos saberes “inútiles”, entre otros cuestionamientos típicos de dicha ideología conservadora.
En efecto, la retirada del Estado de su participación en la economía, implicó abandonar la creación de empleos dejando ésta responsabilidad en los particulares, los cuales desde luego no estaban y no están dispuestos a ofrecer las ventajas de estabilidad y prestaciones sociales que solían brindar las instituciones y empresas públicas. Esto explica porque matrículas de carreras profesionales -otrora “taquilleras”- como agricultura y otras, se desplomaron estrepitosamente, pues el Estado como su empleador habitual dejó de hacerlo. Los “empleadores” particulares por su parte, fueron ganando terreno en la confección curricular de las distintas carreras profesionales, y asimismo, impulsaron la creación de carreras técnicas.
En consecuencia, dado que la educación dio un giro para servir predominantemente a los intereses del mercado, se exigió una educación que formara a individuos que tuvieran la capacidad de adaptarse constantemente a los vertiginosos cambios de las tecnologías que sustentan la economía neoliberal, que fueran profesionalmente más competentes siendo capaces de mantener vigentes sus conocimientos mediante un autoaprendizaje continuo, uniformando de paso los saberes con parámetros o estándares internacionales al contentillo de los grandes empresarios.
De esta manera, la competitividad educativa como sinónimo de excelencia y ésta a su vez de éxito, ha reducido la educación a destrezas técnicas orientando el conocimiento en el marco de la razón instrumental, en detrimento de la formación humanística y cívica, no tanto porque éstas se eviten o se limiten a su mínima expresión, sino porque las asignaturas de ese tipo que se mantienen en los currículos, se les da un sesgo que busca justificar ideológicamente el (des)orden social existente controlando con ello la subjetividad de quienes forman parte del mundo educativo, de tal forma que estamos ante un tipo de educación que explícita e implícitamente, inculca en los individuos del medio educativo de todos los niveles, la aceptación y adaptación al estado de cosas existentes, fomentando el egoísmo y neutralizando el pensamiento crítico como mecanismos de reforzamiento del capitalismo salvaje.