En defensa del Estado laico
César Ricardo Luque Santana
Un factor determinante en la construcción del Estado moderno, paralelo a la surgimiento del capitalismo, fue la separación Iglesia-Estado, la separación entre la religión y la política, planteamiento que se halla presente en intelectuales de esa época desde Dante Aligheri, Maquiavelo, Hobbes, y que se continúa con otros pensadores de la modernidad sin excepción, como Locke, Rousseau y otros, si bien entre todos ellos hay algunas diferencias de concepción. Huelga decir que la postura personal respecto a las convicciones religiosas de la enorme mayoría de los filósofos modernos era en el mejor o en el peor de los casos, agnóstica mas no atea, de manera que su laicismo no devenía necesariamente en anticlericalismo. De este modo, la conquista del Estado laico se impuso gradualmente en la mayoría de los países del orbe desde el siglo XIX y hasta la actualidad, Iglesia y Estado han mantenido una relación tensa, compleja y desde luego contradictoria a partir de ello.
¿Por qué la naciente sociedad capitalista necesitó la separación entre el Estado y la Iglesia?, ¿por qué los intelectuales ilustrados y liberales abogaron de diversas maneras por un gobierno civil no confesional?, ¿en qué se fundamentaron para ello? La emergencia del modo de producción capitalista liberó las fuerzas productivas que permanecían aletargadas en el feudalismo en Europa occidental, de manera que la naciente burguesía entró en conflicto con la clase dominante prevaleciente que eran los señores feudales. La necesidad de un libre comercio sin las barreras que oponían los principados era una cuestión ineludible, lo que trajo entre otras cosas la creación del Estado-nación eliminando así los pequeños principados, ensanchando con ello los territorios que éstos ocupaban. Asimismo, la fuerza de trabajo representada por los asalariados, que era la nueva clase trabajadora, particularmente la que se concentró en las ciudades y laboró en las primeras industrias, presuponía una igualdad formal o de iure. De este modo, con diversas interpretaciones (por ejemplo, Hobbes que pensaba que el hombre era malo por naturaleza y la sociedad lo redimía mientras que Rousseau decía lo contrario, que éste era bueno por naturaleza y las convenciones sociales lo maleaban), se partía de que el hombre era libre e igual ante la ley, a lo que se le llamó derecho natural por considerar que dicha igualdad era evidente, al contrario de Aristóteles por ejemplo, que pensaba que los hombres libres y los esclavos también lo eran por naturaleza, que estaban determinados de nacimiento en una u otra condición social. El papel de la religión en el seno del poder constituía un escollo para el desarrollo de las fuerzas productivas que el capitalismo impulsaba y que a su vez lo impulsaban a él, de manera que ésta no podía tener ya el papel dominante que tuvo durante la Edad Media.
La necesidad de libre comercio llevó a la necesidad de libre pensamiento. La solución era entonces un Estado laico entendido éste como no-confesional pues sólo él podía garantizar una libertad de conciencia, de normas y valores morales, y desde luego de religión o de irreligión. El Estado laico en este sentido se asume como neutral respecto a las maneras de pensar de sus ciudadanos, aunque es normal que la Iglesia lo percibiera como hostil a la religión, pues necesariamente implicaba perder una serie de privilegios que por mucho tiempo habían mantenido y que obviamente no estaban (y siguen sin estarlo) dispuestos a renunciar a ellos. Pero en realidad, el Estado laico es el único garante de la tolerancia en la diversidad, la cual que creo yo, debe ser el fundamento esencial no sólo de la democracia sino de los derechos humanos mismos, pues el derecho a ser diferentes significa no tener que padecer imposiciones ideológicas o de credos religiosos, y por tanto de ser libres, aunque sólo sea jurídicamente y en forma clasistamente sesgada.
La importancia de mantener el Estado laico como la base de las libertades democráticas es ahora más importante que nunca, de ahí que preocupa las constantes intromisiones del alto clero de la Iglesia católica mexicana en asuntos públicos como la educación que tiene su fundamento en la racionalidad y no en la fe; o en la cuestión de las preferencias sexuales, particularmente del homosexualismo que en modo alguno es algo contra natura como sostienen falazmente algunos de sus enemigos; o en el tema del aborto que siendo principalmente un problema de salud, lo trasforman en asunto de moral, sin que esto no implique desde luego en algunos casos dilemas éticos, pero siendo la religión una cuestión de fe y un asunto de la esfera privada, es claro que sus opiniones en este punto no pueden estar por encima de los criterios científicos, como tampoco son depositarios de la moral como vanamente pretenden, pues la historia pasada y reciente de la mayoría de las religiones los descalifican en ese sentido. Ahora bien, como todos estos asuntos pasan por el tamiz político, es importante reconocer que no hay ingredientes más explosivos que juntar la religión con la política pretendiendo que las normas y valores de una religión (no importa que sea mayoritaria), se conviertan en derecho positivo. Hace poco vimos a través de la televisión, una lapidación pública en Somalia de una pareja de adúlteros juzgados y castigados con base una supuesta norma del Corán que fue asumida como legal, llevándonos a una situación aberrante y violatoria de los derechos humanos. Por cierto, esos mismos fundamentalistas religiosos tan ofendidos por una cuestión sexual, no lo están por la pobreza de su pueblo y la delincuencia desatada, ni mucho menos por el terrorismo.
En este sentido, los poderes fácticos como puede ser una institución religiosa o como son los grandes medios de comunicación o los grandes grupos empresariales, con sus tendencias monopólicas socavan las bases de la democracia que descansan precisamente en su pluralidad de gustos, preferencias, condiciones, etc., y que por ende permiten una diversidad de opciones para ejercer la libertad. Paradójicamente, creo que en el caso de la religión, su separación del poder político no sólo no debería de perjudicarles sino que les debería de resultar benéfica toda vez que se purifican espiritualmente sus creencias, además de que sus normas y valores sólo deberían acatarlos sus feligreses si ellos creen que es lo correcto en vez de querer someter a todo mundo a ellos, pues por más que pretendan darles un valor absoluto, sólo valen para quienes profesan dicha religión, y en los casos donde algunos de sus valores son realmente universales, por esa misma razón no son privativos de ellos ni tampoco obedecen a las mismas perspectivas de otras formas de pensamiento que eventualmente coinciden con ellos en algunos valores, pues no lo mismo para ejemplificar este último caso, apelar a la honradez de las personas como un “sacrificio” que le será recompensado en un supuesto paraíso después de su muerte, que inculcarlo porque es algo bueno en sí mismo y porque ello permite una mejor convivencia en comunidad.
El drama mayor no es que la Iglesia como un poder terrenal y fáctico reclame privilegios indebidos y siga atada a una mentalidad conservadora atávica, o de que sea falso que la moral dependa de la religión como algunos por ignorancia o por conveniencia pretenden, sino que algunos gobernantes de un Estado laico como es México, violen la constitución que juraron respetar y enaltecer, ostentando públicamente sus convicciones religiosas -auténticas o no- con evidentes fines de manipulación política, sin reparar en la falta de respeto que cometen contra ciudadanos y contribuyentes que profesan otra religión o ninguna y no merecen que un personaje público utilice recursos públicos con fines proselitistas políticos y/o religiosos, pues como podemos entender, estas actitudes facciosas no abonan a la democracia sino que tienden a deteriorarla.