La banalización del mal
César Ricardo Luque Santana
El viernes 22 de mayo un desquiciado llamado Anders Behering Breivik, asesinó a casi un centenar de personas inermes en Noruega, reconociendo por un lado la brutalidad de sus actos, pero rehusando por el otro toda responsabilidad en ellos, queriendo decir que éstos fueron necesarios aunque “atroces” según sus propias palabras, negando de ese modo que su crimen haya estado mal desde el punto de vista moral, pues desde su perspectiva que él mismo calificó como “cristianismo de derecha”, estaba “salvando” a su país y a Europa occidental del marxismo e islamismo.
En nuestro contexto mexicano atravesado por una disputa violenta entre organizaciones criminales, hemos atestiguado infinidad de veces crímenes espeluznantes donde los verdugos que decapitan o desuellan a sus víctimas, o que disparan contra mujeres embarazadas, jóvenes o niños inocentes, desdeñan del mismo modo todo juicio moral considerando que sólo cumplen con un trabajo el cual equiparan a cualquier otro como repartir pizas, por ejemplo. En estos casos, si bien los sicarios suelen ser creyentes, no profesan ningún fundamentalismo religioso o político sino que simplemente aducen intereses económicos o de negocios.
En ambos casos plantean una banalización del mal, es decir, no reconocen tener remordimientos de ningún tipo. Pero, ¿qué significa exactamente “la banalización del mal”, de dónde surge esta noción, qué causas y qué consecuencias tiene este desprecio por la moral en el ámbito de la comunidad?
Previamente es importante partir de la tesis de Aristóteles quien decía que existe responsabilidad en los actos de las personas en la medida en que se es capaz de identificar el bien y el mal. En este sentido, la banalización del mal, su trivialización, su reducción a algo insignificante, resulta peligrosa para todos como lo hemos podido ver a lo largo de la historia. Ya en la antigüedad, Sócrates y Platón alertaron contra los peligros que encierra otra variante de esta postura que es el relativismo moral porque consideraban que su aceptación volvía inviable la convivencia en comunidad, pues la moral -antes que el derecho y posterior a él- ha tenido un papel cohesionador en la sociedad, de tal suerte que el reconocimiento de valores universales debe ser un referente indispensable para orientar la conducta de las personas. Platón nos advierte también de otro error que consiste considerar el bien mal y el mal como mutuamente absolutos, como si fueran una especie de equilibrio. Para Platón, el bien es absoluto y el mal es relativo o más propiamente, una privación del bien.
El concepto de “banalidad del mal” procede de la gran filósofa de la política Hanna Arendt, quien escribió un libro titulado “Eichmann en Jerusalén”. En él, relata el juicio contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, quien era el encargado de enviar prisioneros (principalmente polacos) a los campos de exterminio, actividad que hacía con exagerado esmero. En este documento, Hanna Arendt sostiene que Eichmann era un hombre ordinario, es decir, que no parecía ser un monstruo, sino que era un burócrata que quería ascender cumpliendo órdenes superiores a rajatabla, sin cuestionarlas moralmente. Se supone entonces que Eichmann podría ser buen amigo, buen padre, etc., no obstante de tener un lado oscuro. Su banalización del mal era tal -decía Hanna Arendet- que dificultaba todo intento de razonamiento con él, es decir, que no había modo de convencerle racionalmente que había obrado mal, pues su férrea postura ideológica lo hacía impermeable a toda crítica. Agregaba Arendt que Eichmann “era incapaz de pensar nunca con autonomía y utilizaba continuamente frases y clichés”. De todos modos su cerrazón o dogmatismo de nada le valió, siendo condenado a muerte y ejecutado en la horca en 1962.
El análisis de Hanna Arendet resulta sin embargo controvertido, no porque ella exculpe a Eichmann, cosa que desde luego no hace, sino que a ella le parece que no se trataba de un sujeto cruel en sí mismo, de un psicópata. Pero asumiendo que fuera una buena persona en su ámbito familiar y social, cómo no considerar patológica su conducta cuando tenía la oportunidad de elegir lo contrario como hicieron Irena Sendler, Schindler y otros que decidieron no colaborar con el régimen nazi.
Volviendo a Behring, el matar a otras personas inermes no es nada banal por más que a él así le parezca (como tampoco lo fue la conducta de Eichmann). Su “justificación” por razones ideológicas no es válida no sólo porque sus creencias son en sí mismas execrables puesto que incitan al odio, sino porque ninguna creencia política ni religiosa justifica matar a mansalva a gente inocente. En este sentido, cuando un grupo terrorista como los ETA por ejemplo, alegan luchar por una buena causa pero utilizan métodos violentos como colocar bombas en la vía pública matando con ello a civiles inocentes, se contradicen porque no es cierto que el fin justifique los medios sino que debe ser al revés, esto es, son los medios los que justifican el fin. Entonces, ¿qué tan ordinario puede ser –haciendo un paralelismo entre Eichmann y Behring (ambos fascistas)- una persona que es capaz de asesinar con tanta saña gente indefensa?
Ahora comparando a los criminales nazis con los sicarios mexicanos, parece haber un patrón común: sus actividades criminales las consideran meras rutinas, aducen que cumplen órdenes superiores, son de algún modo empleados, se atienen a que gozan de un cierto grado de impunidad, actúan en un medio deshumanizado y son producto de él (son la escoria social), etc. Estas últimas condiciones han sido por cierto potenciadas por el neoliberalismo en su culto a un individualismo egocéntrico, al éxito material a cualquier precio y su distorsión y/o relativización de los valores morales, reduciendo asimismo la democracia a un mero juego de reglas sin admitir que éstas benefician a los más poderosos cuyos intereses están en conflicto con los de la mayoría de la sociedad. En este sentido, tratan de vendernos la idea de que la legitimidad del poder descansa en esa democracia electoral y no en la moral, tratando de aislar como lo hace uno de los teóricos del liberalismo político más finos como John Rawl, la lucha de clases y sus perspectivas morales contradictorias, a una asunto electorero de mayorías desclasadas sin reparar que la desigualdad social limita en la práctica las libertades ciudadanas, entre ellas la libertad misma de elegir sin ser manipulados por su ignorancia o ser condicionados por su pobreza, y desde luego, los grupos de poder económico impiden también construir una alternativa social al capitalismo por esa vía.
Esta postura del liberalismo político de ver la política en términos amorales como en Weber, si bien por un lado es razonable en tanto se opone a una moral dogmática y parcial, es por otra parte conveniente y correlativo al liberalismo económico o economía de mercado pues lo exime de ser juzgado en términos morales tratando de hacernos creer en una visión naturalista de la economía de manera que la pobreza, la desigualdad, la violencia y todos los males que el capitalismo acarrea, son tan inevitables como la ley de la gravedad, cuando en realidad la economía es tan construcción social como cualquier otro producto de la cultura.
La barbarie instalada en el mundo, no sólo es producto del Estado fallido y de la descomposición del tejido social como en México, sino que aún en sociedades sanas como la noruega, las ideologías perniciosas que llevan al fanatismo, son capaces de intoxicar las mentes de algunas personas que se arroban derechos que nadie les concedió para cometer atrocidades innombrables.