Aspectos negativos de la política de calidad educativa
César Ricardo Luque Santana
Esta reflexión surge de pláticas de café entre amigos educadores de niveles educativos medio superior y superior acerca de la política de calidad en la educación, también conocida como competencias educativas, la cual está en boga en todos niveles educativos desde el básico hasta el universitario, donde los criterios, reglas, capacitaciones, actividades colegiadas, etc., son esencialmente las mismas, es decir, la propuesta de organizar el trabajo académico más o menos tiene las mismas características e intenciones. Sin embargo, es necesario tratar de ver más allá del modelo en sí, tanto en el interior mismo del trabajo docente, por ejemplo en la formación de profesores, las pautas de calificación de su desempeño, la primacía de la forma sobre los contenidos, entre otras cuestiones que resultan de una estandarización del trabajo docente; hasta las consecuencias ideológicas de la mentalidad que en este proceso el profesor se va formando y que se proyecta luego –generalmente en forma inconscientemente- a la manera de ver la sociedad y sus problemas.
De entrada, es obligado reconocer que los mismos conceptos de calidad y competitividad proceden del ámbito empresarial y que por ende se mueven en esa lógica. ¿Qué es la calidad?, ¿qué son las competencias?, ¿qué hay detrás de estos conceptos?, ¿qué connotaciones ideológicas encierran? “Calidad” es en primera instancia lo contrario de “cantidad”, implica lo que es mejor, lo excelente, lo que reporta un éxito, etc.; “competencia” por su parte significa “capacidad”, de manera que alguien “competente” es alguien es capaz de hacer algo bien o en forma exitosa, es decir, denota lo mismo que la noción anterior. En ambos casos implica contar con parámetros o indicadores que permiten determinar de un producto o actividad, su “calidad” o “competitividad”. Esto lleva necesariamente a estandarizaciones y ambos conceptos están ligados también a la noción de éxito o superación personal o grupal (pero siempre particular o egoísta), lo que a su vez induce a algunas connotaciones que más adelante retomaré. Por ahora sólo quiero recomendar los análisis que el colombiano Guillermo Bustamante Zamudio ha realizado al tema de las competencias. Al respecto se puede localizar en Internet el artículo “Competencias en el campo educativo y del lenguaje” de dicho autor. También es recomendable conseguir los trabajos de un grupo de pedagogos colombianos sobre esta problemática (entre ellos Guillermo Bustamante) con el título de “El concepto de competencia. Una mirada interdisciplinar”, editado por la Sociedad Colombiana de Pedagogía y Alejandría Libros.
De momento, quiero señalar que algunos de los profesores con los que platicado se muestran entusiasmados con el modelo por competencias educativas en virtud de la meritocracia en que aparentemente se sustenta, aunque a veces se quejan del desgaste por tanta actividad paralela al trabajo de aula como las constantes reuniones de trabajo “colegiado”, las capacitaciones, etc. Por cierto, en esto último asoma una problemática de sobre-explotación laboral que considero hace mella al trabajo docente, paradójicamente a sus propósitos de un desempeño eficiente con resultados de “calidad” o “competentes”, pues en teoría, dichas actividades “complementarias” tienen la función de reforzar y mejorar la actividad docente y a partir de ello incidir en mejores resultados. Por poner en perspectiva esta situación de sobrecarga laboral, existe la tendencia -al menos en la UAN- a no reconocer la preparación de clases como parte de la carga académica, lo que significa que la preparación de clases y la revisión de tareas de los alumnos es un trabajo gratuito, y por consiguiente implica un aumento de la carga de trabajo real y por ende de desgaste.
Ahora bien, la meritocracia que impulsa este modelo significa que el esfuerzo de superación personal y la eficiencia en el desempeño académico podrá ser retribuida con mayores ingresos o percepciones, lo cual en sí mismo es correcto, pero en la práctica puede dar lugar a una práctica simuladora que se conoce como el “puntismo”, además de que se cae en la ilusión de que la “superación” personal del docente se traduce automáticamente en una mejora real del proceso educativo y por ende de sus resultados, lo cual está desmentido por la realidad, de ahí también que se hable irónicamente de la universidad de papel, es decir, la universidad que está bien en estadísticas, indicadores e informes, pero éstos suelen ser ajenos a la realidad. Esta simulación no se reduce a obtener títulos de posgrados (que en sí mismos no implican que un profesor pueda ser mejor docente), sino se hace extensiva a publicaciones, congresos, etc., que como dice Mario Bunge en su definición de “industria académica” (véase su Diccionario de Filosofía, Ed. Océano), que los resultados de sus investigaciones sólo son útiles a su autor. Desde luego que como toda generalización hay que tomarla con reservas porque también hay académicos serios que si hacen las cosas con responsabilidad. Asimismo, tampoco se está en contra de que los académicos superen sus grados académicos y tengan espacios de interlocución y debate, los cuales son necesarios para el desarrollo de la educación.
Otro problema de la meritocracia académica, aparte de que establece parámetros que sólo una minoría puede cumplir (a veces porque no se generan condiciones reales para que la mayoría de los profesores pueda superarse académicamente), persiste el hecho de que en sí mismo este tipo de medidas no garantiza que la superación de los maestros se traduzca automáticamente en una mejora de la educación, como se puede comprobar con la carrera magisterial, donde a pesar de que hay más maestros en esa categoría, la calidad educativa según las mediciones de la OCDE sigue en los últimos lugares internacionales; y tampoco evita los manejos discrecionales de influyentismo que se usan para beneficiar a los incondicionales del poder. En otras palabras, en abstracto, suena bien que se estimule con mejores remuneraciones a la gente que se supera, pero además de los defectos señalados, las reglas y criterios son impuestos desde afuera, además de que excluyen a profesores que hacen bien su trabajo pero que no cuentan con posgrado y que a veces sólo por esa circunstancia no acceden a los estímulos económicos que en todo caso se deberían de ofrecer por los resultados de su trabajo, los cuales se pueden medir mediante valoraciones que los estudiantes hacen de su desempeño y algunos productos que podrían avalar la calidad de su trabajo, entre otras medidas. Sin embargo, mientras persistan problemas como los que se han venido mencionando como el exceso de carga de trabajo (incluido el trabajo gratuito ya señalado, entre otros), es en cierto punto lógico que la meritocracia sea muy limitada en más de un sentido y que los resultados reales no sean tan halagüeños como los papeles oficiales lo indican.
Las consultas y la participación colegiada de los profesores tampoco es lo democrática que aparenta ser, porque la agenda de discusión, los parámetros, la normativa, etc., está diseñada y decidida desde afuera, desde los escritorios. No han surgido desde las bases mismas, de manera que dicha participación sólo tiene el propósito de “legitimar” una política educativa impuesta.
Para concluir, cuando no se tiene conciencia de todas estas situaciones porque se hace abstracción de las limitaciones o contradicciones prácticas que encierra y de las motivaciones ideológicas que subyacen, es de esperar que se apoye ingenuamente un modelo educativo en su construcción al interior del ámbito educativo sin reparar precisamente en sus fallas, así como al exterior en los valores e ideas que promueve en la sociedad donde la apuesta de la competencia implica una lucha sórdida para encumbrase individualmente socavando cualquier lazo de solidaridad y reduciendo la cooperación a la suma de egoísmos.
La educación no es ajena a la política y a la ideología, y sin reducirse a un epifenómeno, refleja los intereses de la clase dominante, de ahí que el modelo educativo por competencias responda a los intereses de los grandes empresarios, los cuales por definición son intereses particulares y muchas veces contrarios a los intereses de la sociedad. En este sentido, las competencias educativas están inscrita dentro de la política neoliberal por lo que su aceptación implica asumir los valores del individualismo más exacerbado, al mismo tiempo que se inculca en la subjetividad de educadores y educandos, que las personas prominentes en la política y la economía se han encumbrado por sus méritos, lo cual es relativamente cierto, pero la constante en estos casos es que generalmente se trata de gente inescrupulosa porque evidentemente sus logros en estos terrenos son diferentes de los que se supone se obtienen en el medio académico a través del conocimiento. En este sentido, la colaboración acrítica con este modelo reproduce una identificación adulterada que justifica la injusticia y la exclusión social.