Elecciones y legitimidad
César Ricardo Luque Santana
En este fin de mes de junio, el corto y turbio período de campañas electorales en Nayarit está llegando a su fin. A los cierres de campaña de los distintos candidatos de todos los partidos seguirá un breve compás de espera para culminar el domingo 3 de julio en la jornada electoral donde mediante el voto popular (se supone que libre y secreto) se hará la renovación total de poderes en nuestro estado.
Sin embargo, no obstante que este tipo de elecciones que incluyen el cambio de gobernador junto con la presidente de la república son las que más interés despiertan entre la ciudadanía (al contrario de las elecciones estatales y federales intermedias), se prevé que el abstencionismo siga siendo predominante, comparado desde luego con el porcentaje del partido ganador, pues si el abstencionismo es del 30% y el partido ganador obtiene el 40%, por ejemplo, este último porcentaje no será del total de empadronados sino del total de los sufragios emitidos.
Este fenómeno por cierto ha dado lugar a cuestionar la legitimidad de los gobernantes porque tomando de nuevo como referente el total de electores registrados en el padrón, los representantes populares en cualquier de sus modalidades están respaldados en rigor por una minoría de la sociedad, al grado de que la propuesta para superar o al menos paliar este defecto sea la llamada “segunda vuelta electoral”. Según esta figura electoral, si en primera instancia los ganadores no obtienen el 50% + 1, los 2 candidatos que alcancen mayor votación se irían a una segunda vuelta que garantizaría matemáticamente ese porcentaje, de todos los que acudan a votar desde luego, lo cual resulta engañoso porque en esa segunda vuelta puede haber un enorme abstencionismo de manera que el ganador siga estando con un respaldo electoral minoritario (tomando de nuevo como referencia al padrón de electores en su totalidad). Lo interesante de esta modalidad sería que los dos contendientes finales podrían eventualmente lograr apoyos de los perdederos mediante alianzas de facto.
Considero sin embargo que la legitimidad habría que buscarla en otra parte pues no creo que ésta se reduzca a un criterio cuantitativo, pues en el ejemplo citado, no sólo la legitimidad no se garantiza mediante ese procedimiento por lo que acabamos de señalar, sino que puede resultar incluso más oneroso. Quizá pudiera justificarse la segunda vuelta electoral si se obligará a los partidos a competir con base en sus propias fuerzas, esto es, anulando las alianzas formales y las candidaturas comunes, pero caben también otras posibilidades negativas como el hecho de que los perdedores pudieran juntarse sólo por hacer tropezar a un candidato popular. De esto hay precedentes históricos por lo que cualquier candidato ganador en primera instancia que tenga que irse a una segunda vuelta, podría salir derrotado si la mayoría de los perdedores se unen con ese propósito. En todo caso si lo que se quiere es abatir el abstencionismo, se tendría que establecer el voto no sólo como un derecho sino como una obligación (con sanción de por medio), como ocurre en Argentina y Uruguay.
Ciertamente parecer ser que ninguna fórmula electoral es enteramente satisfactoria porque que todas tienen ventajas y limitaciones. En todo caso, podría pensarse qué es lo que más conviene a la democracia, lo cual va más allá de los procedimientos formales y tiene que ver más con lograr una cultura democrática de la población, lo que a su vez implicaría entre otras muchas cosas, una regulación legal y democrática sobre los medios de comunicación, principalmente los electrónicos. Por lo pronto, está claro que la democracia de iure se encuentra secuestrada de facto por el sistema capitalista, esto es, por los intereses económicos de los grandes empresarios. Será necesario por tanto detonar una auténtica democracia participativa, tarea que los partidos de izquierda deberían de impulsar no sólo desde el gobierno sino también desde sus propias organizaciones donde por desgracia prevalecen castas burocráticas con prácticas autoritarias.
La figura de las “candidaturas ciudadanas” que pretende presentarse como una panacea contra la partidocracia también resulta problemática, de manera que habría que pensar si resuelve de veras este problema o si por el contrario sólo viene a complicarlo. Actualmente, la ley sólo contempla candidaturas a través de los partidos aunque algunos de ellos desde hace mucho tiempo han estado abiertos a las candidaturas externas, ya sea de prófugos de otros partidos o de ciudadanos sin partido, pero no siempre por un afán democrático sino porque a veces carecen de figuras propias para sacar buenas votaciones. Los partidos en este tenor son consideradas en términos legales como entidades de interés público por lo que su financiamiento mayoritario se otorga mediante subsidios públicos, tratando de evitar que los particulares, concretamente los empresarios con gran poder económico e incluso los apoyos con dinero ilegal del crimen organizado, puedan convertir a éstos en rehenes de sus turbios intereses, si bien se sospecha que esto realmente sucede ya aunque las autoridades no pueden o no quieren indagar. Resulta evidente para cualquier observador atento que los llamados topes de campaña son rebasados con creces por la mayoría de los candidatos, lo que hace sospechar de la existencia de dinero de dudosa procedencia.
Seguramente que éste tipo de candidaturas independientes deberán de recibir subsidio público para evitar en teoría que representen a sus patrocinadores privados en vez de los ciudadanos que mediante su voto los elige. De todos modos como se acaba de mencionar, ya existe este fenómeno porque muchos representantes populares no sirven a sus representados sino a determinados grupos de poder económico o a las burocracias de sus partidos. La manera de que sean aceptables entonces estas candidaturas no estriba sólo en la cuestión de mantener un financiamiento público temporal, sino en que los aspirantes seguramente deberán de presentar determinada cantidad de firmas de apoyo que garantice una estructura electoral mínima para evitar la proliferación de candidatos y membretes. Las firmas deberán desde luego ser autentificadas. De todos modos la admisión de las candidaturas comunes es positiva porque al menos permite que el derecho de ser elegido que establece la constitución no dependa más de los partidos políticos.
En este punto se entiende el atractivo de muchos electores por los candidatos ciudadanos, preferencia que se traduce en la frase tan en sobada hoy en día de que es mejor votar por la persona más que por el partido. Con ello se quiere subrayar el desprestigio de los partidos al mismo tiempo que se encomia una supuesta pureza de los individuos. Sin embargo, esta postura está muy idealizada encontrando su expresión más ingenua en la creencia de que un empresario como candidato es más confiable que el político tradicional o de carrera porque “como ya es rico, no tiene necesidad de usar el poder para enriquecerse”, lo cual es una evidente falacia porque ello ha facilitado un maridaje perverso entre los negocios y la política en detrimento del interés de la sociedad. Los hechos recientes de empresarios con poder político demuestran lo pernicioso de este conflicto de intereses.
Otras figuras de la democracia participativa como el referéndum y otras tienen el mismo problema como lo resaltó reciente en una editorial en “La Voz del Norte” el periodista Ernesto Acero, pues esta figura ha servido también para ratificar dictaduras.
El punto es que la democratización plena de la sociedad y las instituciones no se da por decreto, que no basta un marco jurídico democrático, sino que es imprescindible la práctica de estas formas democráticas al seno de las propias organizaciones para prefigurar -como decía Gramsci- el tipo de sociedad que se propone. El aprendizaje de la democracia como los demás valores tiene que ver en consecuencia con la vivencia efectiva de la misma y no sólo con discursos.
Desde luego, en medio de la pobreza de amplias capas de la población, estos conceptos resultan difíciles de llevar a la práctica porque mientras se vea el poder como un botín, los políticos sin escrúpulos no pueden evitar la tentación de lucrar con la pobreza de las personas, además de que no existen mecanismos legales eficaces ni la voluntad política para detener este tipo de manipulación.
La legitimidad del poder no se reduce por tanto a un criterio cuantitativo pero tampoco se agota en una acción fugaz como emitir un voto. La legitimidad del gobernante no se termina con el hecho de haber recibido el poder mediante el sufragio, sino que debería de refrendarse constantemente con el ejercicio democrático, responsable y transparente del poder, lo que supone la coparticipación auténtica del pueblo en la toma de decisiones y la implementación de controles democráticos eficaces, de tal suerte que la democracia representativa se complemente, enriquezca y corrija con la democracia participativa.
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