Opinar con conocimiento de causa
César Ricardo Luque Santana
Este artículo es en cierto modo una continuación de otro que escribí recientemente acerca de la necesidad de contar con asideros para el conocimiento, el cual resumo en unas cuantas líneas. Lo que afirmo ahí es que para llamar conocimiento a algo, a reserva de someterlo al escrutinio público, es necesario que primero nos informemos de manera suficiente abrevando en fuentes confiables, ponderando luego mediante el análisis las versiones consultadas para lograr posteriormente construir un juicio plausible de un problema determinado. Decía además que la perspectiva ideológica puede ser un obstáculo epistemológico si nos aferramos a que nuestras creencias estén por encima de los hechos, pues se estaría adoptando una postura prejuiciosa donde la realidad “tendrían” ajustarse a nuestras creencias mas no al revés; pero al mismo tiempo, decía que la subjetividad es inevitable porque actúa como filtro para procesar la información recibida. En este punto, sin ánimo de ser prescriptivo, la solución para conciliar los hechos con nuestras convicciones es actuar con honestidad intelectual, con rigor lógico y apego a los hechos.
En la antigüedad, Platón distinguía entre la opinión (doxa) y el conocimiento (episteme). Decía que el primero era un saber superficial y el segundo era fundamentado racionalmente. Matizaba diciendo que ocasionalmente la doxa podría acertar, pero no era una garantía de certidumbre. Incluso Platón señalaba que todo conocimiento es creencia, pero no toda creencia es conocimiento, lo cual es compatible hasta cierto punto con la idea de Karl Popper del conocimiento como conjeturas, complementando y corrigiendo sin embargo a Platón quien creía que se podría arribar a una certidumbre absoluta, aspecto que rechazaría Popper con su teoría falsacionista del conocimiento, la cual consiste en considerar que todo conocimiento que pretenda ser científico debe ser susceptible de ser falso. En otras palabras, según esta perspectiva, si bien por definición un conocimiento científico es verdadero, no lo es en términos absolutos, de ahí que todo saber que se erige como una verdad infranqueable como ocurrió con el marxismo vulgar, es ideológico en sentido peyorativo y por ende carece de poder analítico.
Michel Foucault hablaba a su vez del concepto de “parresía” en la antigua Grecia, concepto que él traduce como “franqueza”, donde la garantía de verdad de un discurso tenía mucho que ver con la calidad moral de la persona que emitía un juicio. En este caso, si bien cualquiera puede decir la verdad, el tener una conducta vertical, congruente, hace más confiable los dichos de alguien. Desde luego que en la actualidad este criterio por sí mismo no es suficiente pues se corre el riesgo de caer en el principio de autoridad, el cual es una falacia.
Estoy consciente de que respecto a la honorabilidad de un intelectual que uno tome como referente confiable puede haber ocasionalmente dudas sobre él por parte de otros o incluso se puede aducir un relativismo donde la diferencia entre intelectuales se reduzca a la palabra de uno contra otro, lo que invalidaría este criterio de honorabilidad dejándolo todo a un choque de inteligencias para argumentar, de manera que tan válido sería apoyarse en Jorge Castañeda que en Eduardo Galeano, por poner un ejemplo. Mi posición es que sin desdeñar que el primero sujeto pudiera tener de algún modo buenas razones ante un problema determinado y que el segundo pudiera estar equivocado, no se trata de que la supuesta decencia de uno sea suficiente para darle la razón en sí mismo, aunque percibamos que esté equivocado; o por el contrario, que la también supuesta indecencia del otro sea per se un obstáculo infranqueable para regatearle que esté en lo correcto, pues como ya se mencionó, la actitud moral personal del intelectual es sólo un criterio a considerar, pero no el único, pues hay que analizar los argumentos con base en el contexto, los antecedentes, las omisiones, la lógica, los datos reales, etc.
Sin embargo en cuanto a la calidad moral del intelectual, me parece pertinente traer a colación a Juan Jacobo Rousseau quien en una parte del Contrato Social, se refería a unos aduladores del Rey de Francia Luis XIII, diciendo que eran unos mercenarios que adulaban al Rey diciéndole no la verdad sino lo que él quería oír, afirmando que la verdad suele poner al intelectual del lado del pueblo, pero que éste no da becas, ni chambas, ni pensiones, lo cual explica la precaria existencia de intelectuales independientes. En este sentido, los intelectuales ligados al poder, si bien pueden ser muy inteligentes y eruditos, suelen ponderar las canonjías que el poder les brinda, lo que provocaría un sesgo en sus análisis y los llevaría a muchos de ellos a actuar como intelectuales orgánicos del poder. No significa –hay que insistir- en que haya que descalificarlos de antemano, pero si desconfiar de sus intenciones. Desde el otro lado, un intelectual independiente y progresista no por ese sólo hecho tiene siempre la razón, pero el no tener compromisos con el poder lo pone –creo yo- en mejores condiciones de alcanzar la verdad.
Finalmente, es necesario que los intereses que uno defienda sean auténticamente universales, que se orienten al beneficio o interés común, pues es muy fácil reclamar democracia y libertad para todos, pero que en la práctica éstos sean patrimonio de una minoría. Es decir, deben existir condiciones que permitan que estos valores no estén secuestrados por unos cuantos. Conciliar dichos valores con la realidad, significa que de hecho y de derecho nadie tenga más poder sobre los demás, pues no se puede conciliar los afanes de lucro que por definición son privados y egoístas, con este tipo de valores cuya naturaleza es general y generosa. En este sentido, no me parece que sea compatible aceptar el dominio de unos sobre otros, con la verdad o la razón, pues como decía Jürgen Habermas, el conocimiento siempre está ligado al interés, esto es, que no hay un saber desinteresado, pero hay de intereses a intereses, pues no es lo mismo tener interés por perpetuar el dominio de una minoría sobre la mayoría, que el interés por la emancipación de todos.
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