Renovar la política
César Ricardo Luque Santana
El vocablo “política” deriva del griego polis que equivale a comunidad, aunque para los antiguos griegos de hace 2400 años, ésta se refería a la “ciudad-Estado”, pero que desde la modernidad le venimos llamamos a secas “Estado”, el cual comprende el gobierno y las instituciones públicas. Aristóteles fue quien lanzó el término en una de sus obras llamada precisamente así: “Política”, donde estudia la naturaleza, funciones y divisiones del Estado y las distintas formas de gobierno. La reflexión filosófica sobre la política del estagirita era a la vez descriptiva y prescriptiva, pero a partir de Maquiavelo (s. XVI), la política se erige como un saber autónomo separando la parte valorativa, en el sentido de poder analizar la política tal como es en sí misma sin mezclarla con otros aspectos que actúan como un mero ropaje encubridor, por ejemplo, la religión. Sin embargo, los pensadores clásicos de la política desde la antigüedad hasta la era moderna, nunca renunciaron a las consideraciones éticas de la política.
Este problema entre ética y política resulta ser muy complejo y de gran actualidad, pues es un lugar común que la política se identifique por un lado como una actividad necesaria y por lo tanto ineludible; pero a la vez, se le percibe como una práctica inmoral. En efecto, la política padece de un descrédito o una desconfianza generalizada porque la mayoría de quienes se dedican a ella en forma profesional, suelen cometer toda clase de trapacerías. En otras palabras, el desprestigio de los políticos como personas y por ende de las instituciones políticas, se traslada a la política misma porque se le reduce a la frase de que “el fin justifica los medios.”
Es necesario sin embargo superar esta noción negativa y absolutista de la política, no sólo porque como ya se dijo, ésta es ineludible, dado que no podemos evitar vivir en comunidad puesto que somos seres sociales. Pero vivir en comunidad significa asimismo vivir en el conflicto, y de hecho, la política encuentra su justificación en virtud del conflicto. Si éste no existiera no existiría la política, de manera que, quien se dice “apolítico” queriendo decir con ello que no le interesa la política, realmente no puede escapar a ella sólo porque así lo desea. Los griegos llamaban “idiotes” (idiota) a quien se sustraía de los asuntos públicos, pues para un griego carecer de estatus de ciudadano o renunciar a ejercer la ciudadanía, era una especie de muerte cívica. A eso se refería Albert Camus cuando decía que el suicidio era el tema de nuestro tiempo, es decir, al suicidio cívico (la no participación)
Las primeras teorías del Estado, por ejemplo la de Thomas Hobbes (siglo XVII), conciben al Estado como una instancia de legitimación del dominio de unos hombre sobre otros, es decir, aceptan la desigualdad y el conflicto instalado en la sociedad y establecen como prerrogativas del Estado la violencia legal y el consenso (Gramsci) como sus instrumentos para mantener no sólo esta legitimación de una dominación, sino la viabilidad misma de la sociedad. En este sentido, el Estado asume en la práctica que si bien, dado su carácter clasista representa los intereses de quienes detentan el poder económico; por el otro lado, asume también que no puede administrar el conflicto sólo mediante el uso de la fuerza, sino que tienen que gobernar para todos o la mayoría para obtener su consentimiento y darle de este modo al poder político, una verdadera legitimidad, haciendo posible al mismo tiempo, la gobernabilidad. Más adelante (con Rousseau. s. XVIII) se desarrolla una visión romántica del Estado como “arbitro” entre las clases sociales o los particulares. De esta manera, en la sociedad burguesa surge la idea de igualdad jurídica y se consolidad la visión contractualista del Estado, la cual es afianzada como el fundamento de la legitimidad del poder más democrático donde la soberanía radica en el pueblo.
Ahora bien, no obstante que la soberanía radica en el pueblo, persiste la contradicción de que el poder político conserva su carácter clasista porque la clase dominante en la economía lo es también en la política y en el terreno de la ideas, pues como decía Marx, las ideas dominantes son las de la clase dominante. La teoría del consenso o contrato social pondría limites a la clase dominante porque de no hacerlo –como ocurre en el Estado neoliberal- se pierde legitimidad de tal suerte que el ejercicio de la autoridad se convierte en un autoritarismo, es decir, tiende a prevalecer la fuerza sobre el consenso, de ahí que la criminalización de la disidencia y la protesta política (bajo la coartada de la seguridad pública), sea una consecuencia lógica de ello, pues su objetivo no es otro que frenar la inconformidad social sin afectar el modelo económico vigente causante del malestar social, por lo que las elecciones –no obstante lo legales que pudieran ser- terminan siendo un ritual vacío, es decir, restringen o neutralizan su capacidad de dar legitimación.
El empecinamiento del Estado neoliberal de servir sin condiciones ni limites a una minoría voraz, en detrimento del bienestar de la mayoría de la población, socava el Estado de derecho y deteriora el tejido social. La vida social civilizada se vuelve difícil de realizar porque el Estado neoliberal es estructuralmente un Estado fallido. No es que Calderón tenga impericia para gobernar (que parece tenerla), ni que su ilegitimidad de origen lo lleve a hacer alardes de fuerza mediante el uso de las fuerzas armadas y policíacas (aunque si lo hace), para “compensar” la fuerza que no le dieron las urnas. El problema es que el Estado bajo estas condiciones no tiene mucho margen de maniobra porque perdió el control de la economía y está a expensas de los empresarios cuyo afán desmedido de ganancias los lleva a cometer excesos provocando una situación de caos, dando lugar a un manejo altamente faccioso y patrimonialista del poder, generando una enorme exclusión social y con ello las condiciones para que emerja la delincuencia en todas su variantes y expresiones. Querer luego remediar este problema con más policías, cárceles y endurecimientos de leyes, es desde luego inútil, pero sobretodo es indicativo de que no quieren renunciar o moderar su sistema que crea de manera acelerada una concentración de la riqueza en cada vez menos manos y una enorme pobreza en la mayoría de la población.
Weber decía que la política puede ser inmoral o amoral. La primera sería una perversión donde se cae en el abuso y la corrupción; la segunda remite a la responsabilidad. Por ello, propone una ética de la responsabilidad y no una ética de la convicción pues ésta puede conducir a fundamentalismos ideológicos, mientras que aquella piensa en las consecuencias. En conclusión, así como la perversión o inmoralidad política que priva entre la clase política mexicana es deleznable o reprobable, la ética de la convicción donde el político pretende gobernar guiado por sus conceptos doctrinarios y puristas -lo cual encierra un grave peligro de autoritarismo- tampoco es el camino más adecuado; sino la ética de la responsabilidad, donde el político actuando como estadista, piensa en las consecuencias de sus actos para las futuras generaciones, y por tanto, su conducta se moldea de acuerdo a estos criterios. La mera “renovación”de poderes es por ende intrascendente si no hay una renovación de la política y de la clase política, la cual debería de transitar por el sendero que sugiere Max Weber, pero para ello es necesario que los ciudadanos participen decididamente en los asuntos públicos para presionar en ese sentido, evitando los extremos entre la inmoralidad y el purismo político (mesianismo o doctrinarismo)
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