La vocación de las izquierdas
César Ricardo Luque Santana
Los partidos de izquierda, histórica y moralmente han estado obligados a pugnar por una sociedad más justa y democrática, es decir, tienen el deber de unir la necesidad de superar la pobreza social para lograr una mayor equidad entre los miembros de la comunidad, al mismo tiempo que ellos más que nadie, deben estar comprometidos a otorgar más poder a la gente concretizando la democracia en su sentido literal como gobierno del pueblo. Bajo estos supuestos, los partidos de izquierda con una auténtica vocación democrática y justiciera, deben construir una alternativa de ejercicio del poder a partir de la consecución del gobierno por la vía electoral, esto es, a través de medios pacíficos y civilizados, sin menoscabo de la pluralidad política, y por ende, aceptando las instancias y mecanismos democráticos de legitimación del poder, lo que implica renunciar a toda tentación autoritaria.
Ahora bien, estos objetivos de justicia y democracia dentro del marco del capitalismo, un sistema social y económico que descansa en la desigualdad y por tanto en la injustica, hacen que esta empresa sea particularmente difícil, pues quienes disfrutan de enormes ventajas económicas -una minoría de la sociedad- son evidentemente renuentes a limitar sus privilegios económicos, lo que provoca consecuentemente un conflicto de intereses entre sus beneficios privados y el interés general de la sociedad, pues los primeros chocan, limitan e incluso pervierten a los segundos, de manera que las aspiraciones políticas de libertad plena para toda la ciudadanía expresada en derechos que establecen una igualdad jurídica para todos, se convierte en la práctica en una mera formalidad, ya que la mayoría de las personas están excluidas -por su precariedad económica- de dichos derechos, no sólo porque es evidente de que existe una imposibilidad material para realizarlos, sino que se cae en situaciones grotescas de impunidad, como el hecho de que la gente adinerada e influyente, cuando infringe la ley, puede evitar ser castigada, mientras que la gente pobre no sólo no puede gozar de impunidad, sino que a veces es castigada injustamente, situación que desenmascaran la contradicción de una sociedad que proclama la igualdad social de iure aunque de facto esté negado para la mayoría.
Esta contradicción entre justicia y democracia en el capitalismo, se ha agudizado en esta etapa histórica de neoliberalismo o globalización, donde el abismo social entre ricos y pobres continúa ensanchándose, al grado de que el Estado, que originalmente nació para proteger a la mayoría de la minoría y para que los conflictos entre particulares se pudieran dirimir con base en el derecho, ha claudicado de sus obligaciones dejando a los ciudadanos en la indefensión, vulnerables a toda clase de abusos de los poderosos o los delincuentes, como se puede patentizar en la actualidad con la inseguridad pública, la incertidumbre económica, la cancelación de prestaciones sociales, etc., elementos que caracterizan a lo que hoy se llama Estado fallido, dando como resultado un extrañamiento del contrato social, pues cuando el Estado menos hace por los ciudadanos, más impuestos les cobra.
Esta contradicción entre justicia y democracia ya había sido observada por Aristóteles quien sugería impedir la participación de los ricos en la vida política porque obviamente caen en conflicto de intereses, porque por un lado como gobierno se está obligado a servir a toda la comunidad sin distingos de un ningún tipo, pero por otro lado como particulares tienen intereses individuales, cayéndose en un conflicto de intereses entre lo público y lo privado. Es lógico pensar que quienes son económicamente poderosos carezcan de escrúpulos para ejercer el poder político de manera institucional, pues lo habitual es que desde éste, aprovechen para apuntalar sus intereses económicos personales y grupales.
Por esta razón, es necesario que la izquierda conquiste los espacios del poder político para desde ahí empujar un proyecto de nación más justo, más equitativo, sin que ello signifique conculcar derechos legítimos de los ciudadanos de las clases más favorecidas. Esto significa que la libertad de mercado no implica de suyo la ausencia de reglas ni tampoco de justificar leyes que legalicen el abuso, puesto que el espíritu de las leyes no es inhibir la iniciativa privada para los negocios, sino impedir que ésta redunde en un deterioro del tejido social que haga inviable la convivencia en comunidad.
A principios del siglo XX, el socialismo parecía ser la respuesta a la barbarie capitalista, sin embargo, hay serias dudas de que lo que en su momento se llamó “socialismo realmente existente” haya sido tal, porque en la práctica era un capitalismo de Estado, ya que los medios de producción no se socializaron sino se estatizaron, cancelando las libertades civiles que se supone deberían de haber sido potenciadas. Para marxistas críticos como Adolfo Sánchez Vázquez, el socialismo, o es democrático, o no es socialismo. En consecuencia, el resultado de este “socialismo” no constituyó ninguna alternativa libertaria sino un totalitarismo que ahogó estas aspiraciones por las que se luchó.
Ahora bien, retomo esta referencia histórica porque creo que la búsqueda de una alternativa al capitalismo es no sólo vigente y necesaria, sino urgente, pero que es ineludible realizar una autocrítica de ese pasado ominoso, pues no se puede pretender construir un nuevo orden social basado en la justicia o equidad y en la democracia entendida como forma de vida, sin haber hecho un ajuste de cuentas con las atrocidades del estalinismo y otros regímenes genocidas que en nombre del socialismo cometieron toda clase de infamias. Por todo ello, considero importante replantearse otras estrategias para cumplir con los objetivos de justicia y democracia, empezando por profundizar esta última como una democracia participativa, es decir, no suplantando a la democracia representativa sino complementándola, lo que implica socializar el poder político en términos del “mandar obedeciendo”. En otras palabras, el socialismo que está a nuestro alcance no es de orden económico sino político, de manera que socializar significa democratizar, siendo ésta socialización el camino más adecuado para cumplir con la vocación de las izquierdas, pues su implementación efectiva y auténtica nos permitiría construir una comunidad de sentido para conquistar el poder y desde ahí emprender los cambios sociales, económicos, jurídicos, etc., que contribuyan a edificar una sociedad más justa y equitativa, sin conculcar desde luego los derechos legítimos de la libre empresa y la libre competencia política de otras expresiones políticas e ideológicas.
Para terminar mi intervención, me parece claro que si se sigue por la vía de reproducir los esquemas de dominación, no se podrá avanzar en una transformación de la sociedad en los términos propuestos, puesto que si no se involucra a los ciudadanos como verdaderos sujetos del cambio en vez de objetos del mismo, no se podrá generar las condiciones necesarias y suficientes para construir un poder popular. Es necesario por tanto abonar a una participación auténtica de la gente que permita el surgimiento de una conciencia política basada en un horizonte de sentido, lo que implica entre otras cosas detonar procesos educativos no sólo teóricos sino vivenciales, proporcionar a las bases una información oportuna y adecuada, y establecer relaciones horizontales en el seno de la organización. Si logramos una vida interna institucional respetuosa, con un debate fecundo y honramos los procedimientos democráticos que figuran en el discurso, estaremos prefigurando a la manera gramsciana, la sociedad que queremos para todos, lo que indica que el cambio empieza por nosotros mismos.
Nota: Ponencia presentada en la Asamblea Municipal del PRD celebrada en Tepic, Nayarit el domingo 16 de enero de 2011 en la mesa de Reforma Política.
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