jueves, 6 de diciembre de 2012

Ricardo Luque - Repensar la Universidad más allá de las competencias


Repensar la Universidad más allá de las competencias

 César Ricardo Luque Santana

 

Opinar desde afuera sobre la Universidad Autónoma de Nayarit resulta difícil y aventurado cuando uno no está inmerso en su vida cotidiana, aunque ello no impide tener un conocimiento relativamente aceptable de la misma, pues  indirectamente se mantienen lazos que proporcionan información valiosa de ella:  a través de los hijos que estudian alguna carrera universitaria u otros familiares o conocidos que laboran en esta noble institución, de las pláticas de sobremesa entre amigos, y ocasionalmente, de los comentarios que se leen o escuchan en distintos medios, todo lo cual permite hacerse una idea general. Empero, quienes tenemos el privilegio de ser docentes universitarios, podemos tener un conocimiento más estrecho, vivencial, disponiendo de una diversidad de fuentes más especializadas y de una mejor interlocución, lo que nos permite en teoría tener una visión más sistemática y reflexiva del “modelo” universitario que se está implementando desde que comenzó la llamada Reforma Universitaria a inicios de la década pasada, siempre y cuando seamos lo suficientemente maduros y abiertos para juzgar integral e imparcialmente.

  En ambos casos es aconsejable procurarse mayores elementos de juicio para arribar a una valoración más justa, tratando de ver el fondo del asunto sin dejarse impresionar por los cambios que se observan a simple vista en la superficie. Esto significa que una vez que se conocen aspectos más concretos del proyecto y funcionamiento de la Universidad, se tiene una mejor idea de sus logros y de lo que se pretende construir. Sin embargo, es necesario ir más allá de la versión oficial contrastando sus posturas y justificaciones con otras experiencias y perspectivas de signo contrario, pues de esa manera se estará en mejores condiciones para hacer un análisis más reposado pasando por un tamiz crítico las diferentes tesis y antítesis para arribar a una síntesis o verdad.

  Lo primero que habría que decir es una obviedad: no podría verse la educación sin tomar en cuenta el contexto de globalización neoliberal que ha permeado todos los aspectos de la vida social y política bajo el dominio del factor económico, dominio avasallador que se resume en la frase “es la economía estúpido”, empleada por los políticos estadounidenses en la era de Clinton. Con este eslogan pretendían subrayar que para ellos todo se reduce al factor económico, al punto de que “todo lo sólido se desvanece en el aire” como dijera Marshall Berman siguiendo a Marx, a quien paradójicamente los neoliberales le dan la razón de la centralidad de la economía, cuando otros lo descalificaban por “economicista”, esto es, supuestamente por exagerar el papel de la economía en la configuración de la sociedad capitalista. En contrapartida a esta “exigencia” mercantilista de ceñirse a las necesidades económicas, la Universidad debería decir que su obligación primaria y fundamental es con la verdad y la razón.

  Así entonces, el interés estratégico que normalmente tiene el Estado en la educación no es la excepción ahora y menos cuando éste se encuentra secuestrado por los intereses del gran capital, el cual ha venido ha socavar y pervertir su función original de salvaguardar la viabilidad de la comunidad impidiendo mediante el derecho que los intereses de unos cuantos atenten contra ella. La “mano invisible” de Adam Smith no suponía dejar la sociedad al garete de los vaivenes del mercado en su faceta de capitalismo salvaje, pues él pensaba, al igual que otros liberales ilustrados de la modernidad, que la fórmula “menos Estado más Sociedad” consistía en que éste no ahogara los impulsos creativos de los individuos que permitían generar progreso, pero en modo alguno significaba permitir manga ancha para que la codicia de unos pocos deteriorara severamente el tejido social sustituyendo la tiranía del Estado por la tiranía del mercado.

  La educación ha corrido una suerte paralela al Estado cayendo víctima de los mismos chantajes, lo cual se muestra claramente al transformarla sin rubor de un derecho humano en una mercancía. Estos son los aspectos que habría que tomar en cuenta al pensar la Universidad y no abstractamente los indicadores que se usan para condicionar los apoyos públicos a los institutos de educación superior que deberían de gozar de la más amplia libertad sin mayores sujeciones que a sus propios parámetros académicos, pues esta obsesión fetichista por los indicadores está llevando a prácticas antiacadémicas deleznables de simulación de algunas instituciones que “preparan” o “entrenan” a sus estudiantes para pasar exámenes de las evaluaciones oficiales (como sucede abiertamente en escuelas de educación básica) y, satisfacer así dichos indicadores, en vez de proporcionarles aprendizajes significativos y duraderos. Asimismo, existen académicos que se limitan a hacer las actividades que les permiten acceder a los estímulos económicos incurriendo en conductas deshonestas o simuladoras  actuando como mercenarios, sin que sus logros personales se reflejen necesariamente en un mejor aprovechamiento de sus estudiantes o en beneficios significativos para la sociedad.

   Por eso creo que no hay que fiarse de las apariencias, pues si bien desde hace mucho tiempo nuestra Universidad goza de estabilidad política, donde los conflictos no alteran las actividades académicas, con docentes con mejores perfiles en términos de tener niveles de posgrado, más publicaciones, una vida académica más intensa y más dinámica, etc.; es necesario no dejarse llevar por las supuestas bondades que el nuevo “paradigma” de las competencias educativas ha traído, sino examinar detenidamente sus ventajas y desventajas, pues es sabido que este nuevo diseño no lo hicieron expertos educativos, ni los propios educadores, sino los oligopolios financieros. En este sentido, he visto  algunos profesores entusiasmados con este “modelo” sin preguntarse su origen y su finalidad, denostando acríticamente la llamada educación “tradicional” sin reparar en sus fortalezas, despachándola sin más como mera obsolescencia.

   Hoy por ejemplo, los mismos impulsores del “modelo por competencias”, o como le quieran llamar, reconocen que antes un egresado universitario tenía buenas expectativas de empleo, pero que hoy lo que priva es la incertidumbre; y sucede que se dice que “antes” no se vinculaba la educación a las “necesidades” sociales (o sea, del mercado), mientras que hoy que se forma o adiestra a los chicos para el mercado laboral, éste es incapaz de absorberlos; lo cual hace pensar que no era en sí el modelo educativo el que fallaba, sino que la sociedad actual, bajo la égida neoliberal, se ha vuelto socialmente más excluyente, con todo los males que ello representa. Lo peor es que se hace tanto énfasis en el aspecto técnico o instrumental de la formación profesional relegando o suprimiendo la formación humanística y ciudadana,  que este joven desempleado (que tal vez nunca tenga un trabajo remunerado estable que le dé certidumbre para realizar sus proyectos personales como tener una familia) está desarmado para ser un ciudadano crítico y participativo en su comunidad, a la vez que agraviado y resentido, lesionándose con ello la reserva moral que anida en la sociedad ante un mundo que se vuelve cada vez más egoísta y despiadado.

   De este modo, se exime a este sistema social propiciador de asimetrías e injusticias de su responsabilidad, trasladando ésta a las personas en cuanto individuos. Con ello le dicen a la gente que no es culpa del sistema el fracaso personal porque el éxito es responsabilidad de cada quien, cuando éste por definición está reservado a unos pocos y casi siempre se obtiene por medios no éticos. Los promotores a ultranza de este modelo que sirve deliberadamente y casi exclusivamente al mercado, esto es, a los intereses mezquinos de una minoría opulenta, hacen una lectura  naturalista de la sociedad, como si la inequidad, el abuso, el autoritarismo apenas disimulado, las injusticias, la pobreza galopante, etc., fueran algo dado, eterno, natural, mas no algo devenido históricamente como realmente ocurre, pretendiendo cancelar con esta visión (falsa y parcial), la posibilidad de un mundo alternativo deseable y posible.

   Hay que revisar críticamente cuánto hay de engaño e iniquidad en muchas de las supuestas “bondades” de este “modelo” que no sólo se limita a proporcionar mano de obra barata al mercado, sino que genera una ilusión de libertad y progreso casi inexistente para la mayoría de las personas facilitando su dominio mediante la enajenación. No es casual que ante tanta miseria e ignorancia, haya tanta avidez por la charlatanería de la literatura light de “superación personal”, conferencias motivacionales, cursos de “desarrollo humano” o “programación neurolingüística”, y desde luego, una emergencia preocupante de sectas irracionales de toda laya.

   Sé que mis comentarios e inquietudes pueden incomodar a algunos porque suenan como políticamente incorrectas, pero prefiero dar esa impresión que actuar hipócritamente dejándome llevar por la inercia o el oportunismo de abrazar modas académicas sin cuestionar su origen y sentido. Tal vez me digan que debo conocer más a fondo  la propuesta del nuevo paradigma educativo, pero yo digo que también hay que escuchar con la misma atención a las voces que lo critican.

   En lo personal, me parece que instituciones como la Universidad no deben estar condicionada por intereses extracadémicos, sino que debe gozar de la más amplia libertad de pensamiento de manera que sus beneficios se darían por añadidura, además de que se corre el riesgo de terminar uniformando a todas las carreras profesionales sin considerar sus diferencias sustantivas que las enriquecen, aplicando indiscriminadamente criterios que bien pueden tener sentido en unas ciencias pero no otras. Por ejemplo, hablan del cambio del paradigma de la enseñanza al aprendizaje convirtiendo al profesor en “facilitador”, cuando lo correcto es ver a ambos polos dialécticamente. En este tenor, subrayan la forma, los procedimientos, minimizando los contenidos, sin reparar que no todas las ciencias sufren cambios tan vertiginosos por igual. Decir que hay que “des-aprender” constantemente para volver “aprender”, tiene sentido en aquellas profesiones cuyos usos de las tecnologías son muy fuertes y sus contenidos efímeros, como en informática y otras disciplinas que dependen en buena medida de dichas tecnologías, pero no en las ciencias sociales y humanas cuyos conocimientos son más estables, profundos y duraderos,  lo cual no las hace mejor ni peor que otras ciencias, sino diferentes en virtud de su objeto. Entonces, ¿por qué pretender medir a todas las carreras con el mismo rasero?, ¿por qué condicionar las investigaciones con criterios de “rentabilidad” o provecho inmediatista castigando a ciencias básicas como la física teórica o la filosofía que tanto le han dado a la humanidad?

   Hay que repensar la Universidad despojándose de prejuicios y de actitudes cínicas como decir que “no hay de otra” porque si no se acatan las disposiciones y reglas impuestas por los empresarios y las autoridades educativas, no hay recursos económicos, aceptando con este tipo de “respuestas” que no se tiene la razón, sino que se asume una actitud convenenciera y por ende antiacadémica. Los universitarios son o deben ser la parte pensante y crítica de la sociedad, no meros autómatas u oportunistas que se dejan chantajear o enajenar por el canto de las sirenas. La verdadera “rendición de cuentas” de los universitarios no es someterse a las necesidades del mercado, sino al conocimiento en sí mismo, a la razón y la verdad, porque sólo ésta actitud es lo que nos hace dignos y la que contribuye significativamente con la sociedad.