Vacío de autoridad
César Ricardo Luque Santana
La espiral de violencia asociada al crimen organizado continúa en aumento en nuestro estado y en el país, patentizando con ello el vacío de autoridad existente. La violencia en Tepic se recrudeció el 9 de junio calificado por la prensa local como “miércoles negro”, donde fueron asesinados un importante funcionario del penal del estado (CERESO) y otras personas; hecho que palideció con la posterior matanza de nueve personas del sábado 12 de junio en una área del estacionamiento de la plaza comercial “Soriana Cigarrera”, jornada que terminó con 15 muertos en forma violenta más otras tantas al día siguiente sumando oficialmente 27 muertos en ese trágico fin de semana, continuando por desgracia los días subsiguientes con balaceras aquí y allá, con ejecutados descubiertos en matorrales al lado de carreteras, etc., desatándose una ola de rumores como expresión de una psicosis generalizada y de la opacidad informativa.
Ante estos lamentables hechos que sin duda han rebasado a las autoridades municipales, estatales y federales, el alcalde de Tepic Roberto Sandoval expresó que tanto el gobierno (realmente el Estado) como la sociedad civil, estaban fallando, lo cual es una verdad a medias, pues resulta chocante reprochar a la sociedad su falta de participación cuando el ejercicio autoritario, simulador y corrupto del poder ha inhibido, desvirtuado o cooptado cualquier intento de democracia participativa. Las masas sólo han contado para los políticos para llenar plazas y para acudir a las urnas. La práctica del clientelismo para lucrar con sus necesidades ha sido la “relación” más constante entre gobernantes y gobernados. Nunca se ha promovido una auténtica participación ciudadana que signifique no sólo consultar genuinamente a la población para elaborar las políticas públicas sino también para compartir con ella la toma de decisiones, lo que sería muy útil no sólo porque una sociedad civil organizada, independiente y “empoderada”, podría ocupar el vacío que los poderes constitucionales están dejando por su incompetencia y corrupción, sino porque evitarían precisamente esas deficiencias.
La debilidad de la sociedad civil en consecuencia es directamente proporcional al fortalecimiento de las burocracias políticas que han mantenido secuestradas a las instituciones públicas mediante la partidocracia y un ejercicio vertical del gobierno, que a su vez se explican por la existencia de un absurdo e inadmisible fenómeno llamado “patrimonialismo” que consiste en una privatización de facto de dichas instituciones, desvirtuando con ello de manera significativa su funcionamiento desde la perspectiva de un Estado de Derecho. En este sentido si existiera una auténtica participación social y ciudadana que pudiera tener un control efectivo sobre sus gobernantes y representantes populares, podría impedirse que ese patrimonialismo continúe lacerando a las instituciones en detrimento de la sociedad, al mismo tiempo que podría impedir -o al menos atenuar- la incompetencia y corrupción que caracteriza a muchos funcionarios y representantes populares.
Pero para entender el fondo de esta problemática es necesario retrotraernos algunas décadas hasta los inicios del neoliberalismo, modelo económico impuesto por los organismos financieros internacionales (FMI, Banco Mundial, etc.) que significó la renuncia del Estado mexicano a la rectoría de la economía y desde luego a la soberanía en el contexto internacional. Su implementación comenzó con Miguel de la Madrid, profundizándose con Carlos Salinas de Gortari y continuándose tozudamente por sus sucesores Zedillo, Fox y Calderón; lo que ha traído como consecuencia un grave deterioro de la seguridad social (empleo, educación, salud, etc.) provocando con ello la exclusión y deterioro del tejido social que se traduce a su vez en pobreza, incertidumbre e inseguridad de amplias capas de la población, repercutiendo negativamente en la seguridad pública. En este contexto, el Estado se refuncionalizó como administrador de los grandes empresarios claudicando de sus obligaciones que le dan sentido, que es gobernar para mantener la cohesión de la sociedad y para hacer viable a la nación, deviniendo irremediablemente en Estado fallido, por lo que parece pertinente preguntarse entre otras cosas de qué sirve votar si no hay autoridad.
En este sentido, la simulación de la democracia es ya insostenible, al igual que lo es la economía neoliberal que incuba todo tipo de prácticas criminales. La desarticulación gradual del Estado exigida por la economía de mercado redujo a éste a una función gerencial y policíaca, orientada ésta última a criminalizar la lucha social, y si acaso para contener la delincuencia ocasional, haciéndose más clara la incompatibilidad entre la libertad de mercado (desregulación económica) con la libertad política (democracia representativa, etc.), pues la privatización no sólo se orientó a las empresas de la nación y sus recursos naturales, sino abarcó a la misma esfera política, cayendo en el absurdo de privatizar también de un modo u otro a todas las instituciones públicas, incluidos los partidos políticos. La emergencia desde hace al menos un par de décadas de candidatos venidos de las filas del empresariado en todos los partidos cuyos intereses son evidentemente particulares, es sintomático de una privatización exacerbada que ha colocado en los puesto de decisión más altos a los personeros del proyecto neoliberal cuando no a ellos mismos. Mientras que en el resto de las instituciones se han venido implemento políticas de calidad administrativa con criterios empresariales, lo cual no se reduce a meros procedimientos sino a la construcción de una mentalidad individualista.
Sin embargo, ni los sistemas de calidad administrativa, ni tampoco la alternancia y pluralidad partidista, han podido poner coto a la corrupción sino que ésta se ha agudizado. Los individuos que a la sombra del poder hicieron grandes fortunas de manera directa o indirecta durante el priato, continúan haciéndolo más allá de él. Las instituciones públicas de todo tipo son asumidas como botín sin que haya instancias ni mecanismos que puedan frenar la corrupción porque los integrantes de las contralorías y organismos de transparencia están vinculados a personajes y grupos de poder y porque la sociedad no tiene mayor injerencia.
La máxima del neoliberalismo de socializar las pérdidas y privatizar las ganancias resume la actitud del Estado gerencial cuyas políticas económicas se han orientado a favorecer a los grandes empresarios trayendo como consecuencias un empobrecimiento acelerado de la mayoría de la población. El abandono del Estado de sus obligaciones esenciales se ha traducido en un deterioro brutal del tejido social que nos ha llevado a la situación que padecemos ahora, por lo cual resulta hipócrita rasgarse las vestiduras aduciendo que ello se debe a la ausencia de valores, pues éstos no pueden prosperar en condiciones de creciente desigualdad social, de simulación y corrupción de la clase política. Tampoco se pueden esperar que florezcan los valores en una sociedad que le rinde culto al dinero sin importar los medios.
¿Qué hacer?, ¿cómo detener esta “guerra” insensata en la que el gobierno federal enredó a la nación entera? Muchas propuestas se han estado vertiendo al respecto para aportar soluciones, desde las más desesperadas y supuestamente “realistas” como pedir al Estado pactar con los grupos criminales como propone descaradamente el alcalde de San Pedro Garza, Nuevo León; hasta las más audaces e incómodas como la legalización de las drogas bajo el control del Estado. Pero mientras no se proponga revertir el neoliberalismo, el Estado no reasuma las obligaciones que le dan sentido a su existencia, ni se democratice a la democracia no sólo mediante reformas adecuadas a las formas de democracia representativa sino complementándola con la democracia participativa, ninguna solución será viable.
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