domingo, 12 de abril de 2009

¿Para qué pensar?

¿Para qué pensar?

César Ricardo Luque Santana

La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal,
sino por las que se sientan a ver lo que pasa.
Albert Einstein


En mi colaboración anterior, comentaba el análisis que Popper hace acerca del racionalismo donde sostiene que la actitud racional, es por un lado una actitud crítica, pero por el otro lado, que ésta no puede prosperar en el aislamiento sino que requiere de interlocutores que adopten también una actitud racional. En la actividad científica y filosófica que se caracteriza por la búsqueda de la verdad, es natural esperar que los miembros de estas respectivas comunidades adopten entre ellos una actitud racional. De este modo, una comunidad científica puede compartir como verdadera una determinada teoría, aunque en una comunidad filosófica donde prevaleciera una postura racionalista, no necesariamente habría el mismo resultado porque la filosofía se caracteriza por el conflicto. La diferencia está en que la verdad científica y la verdad filosófica son diferentes, pues esta última es resultado del puro pensar y de la naturaleza de su objeto que se presta a diversas interpretaciones. No es lo mismo por ejemplo estar de acuerdo en la solución de un problema de química, que en un tema tan amplio y controvertido como la libertad. Sin embargo, en ambos casos, el pensamiento crítico permite superar las verdades racionalmente establecidas, aunque sólo se pueda hablar propiamente de progreso de las ideas en el ámbito de la ciencia, pues las teorías que prevalecen en ella, desplazan a las anteriores; mientras que en la filosofía, muchas teorías antiguas siguen siendo vigentes o por lo menos mantienen un interés o valor. El problema está entonces, cuando alguien con una actitud racional, trata de generar un diálogo con interlocutores que se parapetan en posturas irracionales. La comunicación en este caso se torna imposible.

Aristóteles definía al ser humano como un animal racional, pues observaba que lo común a la especie humana era la razón, aunque desde luego, él, al igual que otros filósofos de su época y de ahora, sabían que el filosofar no es algo espontáneo sino algo aprendido, de manera que si bien todas las personas tienen la facultad o disposición natural para filosofar o pensar, ésta actividad intelectual se adquiere mediante la educación. Gramsci decía que en términos generales, hay un filosofar espontáneo, entendiendo por ello la capacidad que tienen las personas de tener ideas generales acerca de todas las cosas o de tener una concepción del mundo, pero la limitación de este filosofar espontáneo –acotaba- es que es casual y contradictorio, pues suele albergar inconscientemente ideas de perspectivas antagónicas, es decir, puede aceptar acríticamente ideas racionales con creencias irracionales e incluso antirracionales, sin percatarse de su conflicto o incongruencia. Este pensar espontáneo es asistemático, está limitado al sentido común y es propenso a los prejuicios, es decir, no alcanza a erigirse como un pensar reflexivo.

Hegel por su parte, llegó a afirmar que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”, justificando el mundo de su época como “el mejor de los mundos posibles” a decir de Leibniz, cuando es obvio que la historia muestra una repertorio de horrores, atrocidades, crueldades e injusticias de toda laya. Hegel “justificaba” esos hechos irracionales arguyendo a la “astucia de la razón”, esto es, viéndolos como males necesarios pero que conducían -según él- a la realización de la humanidad.

En este punto, es evidente que la razón o el conocimiento racional deben estar asociados a la moral, asunto en el que ya habían reparado Sócrates y Platón, para quienes el mal era producto de la ignorancia. En este sentido, el mal era una privación del bien, donde el bien a su vez era considerado un valor absoluto, mientras que el mal era por el contrario un desvalor relativo, de manera que la relación entre el bien y el mal, no era la misma que existe entre el día y la noche, pues si el bien existe, es porque existe el mal y a la inversa, pero el mal podría ser superado mediante la sabiduría. Ahora bien, al margen de la validez o invalidez de suponer que basta el conocimiento para elegir el bien (pues hay sujetos muy cultos que eligen el mal y personas poco cultas que son buenas), hay que decir en descargo de Sócrates y Platón, que su noción de sabiduría no era un fin en sí mismo, sino sólo un medio para realizarse como seres humanos plenos, es decir, que no bastaba ser enciclopédico, sino que había que asumir la filosofía como una forma de vida, por eso decía Platón en su famosa séptima carta, que su filosofía no se encontraba en sus libros.

A contrapelo de esta ecuación que ligaba el saber con la moralidad, las mal llamadas “sociedades del conocimiento” de la era neoliberal, han tratado desde un rancio positivismo desvincular el conocimiento referido a los hechos, de los valores, en aras de una supuesta objetividad científica, promoviendo con ello la razón instrumental en detrimento de la razón crítica. Con ello han intentado reducir la moral al campo de lo religioso, al mismo tiempo que han tratado de hacernos pasar sus intereses particulares como valores universales, como cuando se refieren a la economía capitalista como un proceso natural, o con nociones como “competitividad” o “calidad” que en el fondo tratan de inculcar a los individuos que su fracaso es su culpa personal y no de un sistema social injusto. En esta misma línea han resignificado valores como la democracia, la libertad y el bien y el mal mismos, adaptándolos a su imagen y semejanza, es decir, intentando hacerlos “compatibles” con la desigualdad social. En este sentido, para ellos la democracia sólo son reglas formales donde cada cabeza es un voto y el que obtenga más votos tiene la representación legítima del pueblo, haciendo abstracción de muchas situaciones concretas que pervierten la decisión de los electores. Con simplificaciones o reduccionismos como éstos, deslindan asimismo al Estado de su obligación de defender a la sociedad (pues el voto popular es asumido como un cheque en blanco), cuando en realidad, la legitimidad del poder político no se agota en las urnas sino que debe de refrendarse constantemente en el ejercicio del gobierno defendiendo a las mayorías de las minorías y a los connacionales de los extranjeros perniciosos.

¿De qué sirve entonces el pensar para construir un mundo mejor? Parece que de poco porque el poder económico y político es de naturaleza irracional y para subsistir necesita de ejercer el dominio y sometimiento de las mayorías. No obstante ello, no debemos renunciar al pensamiento crítico sino por el contrario, éste es más necesario ahora que nunca, aunque desde luego, quienes quieren mantener el status quo, tratarán de impedir a toda costa que el pensamiento crítico prospere para lo cual tienen muchos recursos, desde usar los medios masivos de comunicación para aturdir y mantener enajenadas a las personas mediante un entretenimiento frívolo, la manipulación de las noticias y la falsedad de las opiniones; hasta intervenir en la educación para sofocar toda traza de pensamiento crítico, entre otras medidas que tienden todas ellas a limitar al máximo la presencia pública del pensamiento crítico marginándolo en todas sus manifestaciones. Los ataques a la filosofía son parte de esa estrategia, de lo cual hablaremos en la próxima entrega.

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